viernes, 2 de septiembre de 2016

La Realidad y lo Tradicional (por Camila Milagros Gomez)

   Osvaldo tiene 70 años y es jubilado. Vive en La Flo­resta, un barrio paranaense que se tornó cada día más peligroso por consecuencia del narcotráfico. Él compra todos los días el centenario periódico impreso desde que se casó y tuvo trabajo. Sabe que nunca leerá en él una nota sobre los gurises inocentes que mueren en me­dio de balaceras, sobre los policías involucrados en el negocio de la droga ni los robos que sufrió este mes Doña Minga, la dueña del almacén de la esquina. En 45 años nunca ha leído algo similar.
   Su hábito de comprar todas las mañanas El Diario ya es sólo eso: un hábito, una costumbre tan automática e indiscutida como tomar mate amargo mientras lee. Porque asegura que ya no los usa para informarse. Él se in­forma cuando hace mandados y charla con sus vecinos, al escuchar LT14 o ver el noticiero mientras almuerza. El diario está en su vida por tradición y, según dice, para ejercitar la lectura. Nada más, nada menos.
   Al igual que Osvaldo, muchas personas leen diarios impresos por inercia. Todos, en su mayoría, de 50 años de edad en adelante.
   Es natural oír que determinado hecho es cierto por­que salió en el diario, en la radio o en la televisión. Los medios de comunicación masiva fueron, desde sus inicios, fuentes de legitimación de un punto de vista hegemónico. Sin importar el soporte, históricamente se les otorgó el poder de hacer creíble cualquier cosa.

El Detalle que Construye o Destruye
   Como la rutina de Osvaldo y la de cualquier ciuda­dano lector, oyente o espectador; la información que nos dan los medios, se construye minuciosamente a cada instante. De la misma manera, puede destruirse o en el mejor de los casos, interrumpirse, por un suceso impre­visto o ignorado hasta el momento.
   Para no dejar nada librado al azar, las empresas pe­riodísticas –sí, empresas desde que el lucro privado y el poder de los dueños se hicieron medio y fin- acudie­ron a las mediciones de audiencias y ejemplares vendi­dos. Las investigaciones para averiguar los gustos del público se hicieron más evidentes. Y el público, hace ya cinco décadas, comenzó a desconfiar de la voz que lo informa pero también le vende.
   En nuestro país, tan hermoso como inestable, desde la última dictadura militar, en 1976, y luego de haber sido engañados durante la Guerra de Malvinas en el año 1982; el público no suele creer en lo que dicen los me­dios. Los consumen mucho, pero no reproducen, sin reflexionar, la idea de verdad absoluta.
  Osvaldo tiene la certeza que miles de criaturas mue­ren a diario por hambre o frío, y parte de ellas lo hacen en su barrio; no únicamente en un remoto país sin agua potable, como aseguraron en el diario de ayer.
   En coincidencia con el planteo de Florence Aubenas y Miguel Benasayag en la introducción a La Fabricación de la Información: los Periodistas y la Ideología de la Comunicación, el público desconfía de la prensa, en cualquiera de sus soportes: “la primera plana de un diario no cambia verdaderamente el curso de las cosas”. Si en la tapa del diario del domingo –el día con mayor tirada- se muestra una estadística de pobreza o morta­lidad infantil no hará que la cifra disminuya ni que deje de haber muertes o hambre.
  Tampoco en casos extremos la información dada por la prensa puede causar un desastre nacional. Hay quienes creen que en diciembre de 2001 las sucesivas tapas de Clarín generaron tanta presión popular en el entonces Presidente Fernando De la Rúa, que decidió abandonar su cargo. “Es necesario constatar que permitir ver una si­tuación raramente provoca algo más que vagas protestas de organismos internacionales o un puñado de peticio­nes”, afirman los autores.
   De esta manera, en nuestro tiempo, pierde valor la idea que Maxwell McCombs y Donald Shaw sostuvieron en ¿Qué agenda cumple la prensa? (1977), donde plantearon que los medios masivos tienen el poder de decirnos en qué pensar, a la vez que delimitan temas en la esfera pública y política. Las causas pueden ser varias, pero convengamos lo siguiente: un diario es una mercancía más, al igual que un programa en televisión o radio. En tanto tales, deben comercializarse, por la simple razón de estar inserto en un sistema capitalista. Quienes to­dos los días construyen el diario, con la realización de cada una de las notas que lo integran, la diagrama­ción y maquetación, la búsqueda de auspiciantes, la co­rrección de estilo, entre otras tantas funciones; ven­den su fuerza de trabajo a cambio de remuneración para poder cubrir el costo de sus necesidades. Entonces, si el diario impreso, por ejemplo, no se vende, o se vende cada vez menos; menor será el salario de cada uno de los trabajadores que lo construyen.
   Si Osvaldo se desprende de su hábito matutino, y en distintos hogares, otras personas hacen lo mismo, ¿qué puede pasar con el diario? ¿Dejaría de publicarse? ¿Se destruiría o cambiaría de forma para que sus lectores no lo abandonen?
   Los motivos para deshacerse de lo tradicional son tan múltiples como subjetivos. Pero puede asegurarse que desde la llegada de la televisión -1951, en Argen­tina- el valor simbólico de la prensa gráfica fue puesto en jaque, así como su capacidad de marcar la agenda política, otorgar credibilidad e informar. Esta situación se intensificó con el uso masivo de Internet, a partir de la década de los 90.

Salir del Esquema
  Tres elementos básicos que se pensaban de manera li­neal: emisor, mensaje y receptor. Entre ellos, estaban el código y el canal o medio. Este esquema es obsoleto hace años. El medio no es el mensaje ni el receptor ab­sorbe como esponja lo enunciado por el emisor. Jacobson y Saussure fueron superados.
   Osvaldo ya no puede leer una noticia en el diario y darla por cierta religiosamente. El soporte papel, el medio, para él, tampoco significa realidad fehaciente ni información fidedigna. ¿Por qué? Porque ya vivió bastante y percibe cuando intentan venderle pescado po­drido, porque no sólo lee prensa impresa, sino que es público de otros medios y puede –o no- comparar el tra­tamiento a determinado tema. Pero sobre todo, porque su realidad cotidiana, la que configura el entorno en el que vive, no es la que le muestra la prensa.
   Retomando a Aubenas y Benasayag, queda en manos de los periodistas hacer entrar a ésa realidad, como a otras tantas silenciadas, a la representación que a cada momento producen, ponen a circular y como todo su­jeto, contribuyen a reproducir infinitamente. Los dis­cursos, en términos de Eliseo Verón, existen en el seno de la vida social; es sólo allí donde cobran sentido y, por ende, el único espacio donde la construcción de la representación de lo real, puede cambiarse.
   Así, el hábito de leer El Diario cada mañana será una instancia consciente de diálogo entre maneras, di­ferentes o similares, de construir y reproducir las condiciones que lo hacen posible. Resignificarlo o no, depende de cada uno, de sus modos de ver el mundo, de su situación de clase, de género, de su edad e intereses.

   De la misma forma que los discursos y la información del periódico de hoy; la relación con ellos también se fabrica.

1 comentario:

  1. Melina Villanueva.
    Comenzar con esa narración e introducir desde el comienzo un personaje la hace llamativa, es una pieza que invita a ser leída. Es de fácil lectura y pueden comprenderse bien los conceptos teóricos y referencias que introduce más allá de la narración del personaje. El título y los subtítulos resultan apropiados.

    ResponderEliminar